OVILLO.
Voy a alejarme de lo inocuo, de la cuesta, de unos pies abrazados al precipicio. Como oír un disparo. Siempre en otro sitio. Siempre en otro sitio que no sea sobre los márgenes del tiempo, del vacío y del resto del resto echado a perder. Como la noche. Desde hace ya. Desde que me evaporé de mí mismo saliendo por la puerta de emergencia cuando me vomita el tiempo cada diecinueve. Una vez al año. Y ya no hace tanta gracia.
¡Que quiero correr! Correr. Correr desde la llanura de la necesidad de abarcar todo lo que se me escapa. De lo imposible. Ser un ovillo en las manos de una costurera acostumbrada a curar caminos sin dirección. Acostumbrada a dibujar en los vacíos una esperanza con ochenta y dos soles y una prisa sin prisa por llegar. Una escalera y la suerte. Los charcos y nubes.
A veces ya ni me sorprendo. ¿Quien es el okupa de la guarida más amplia de una mente acostumbrada a arder? Suerte de la lluvia. Cae hacia arriba y silencia el humo. No me lo creo. Aunque me cuentan que siempre hay peldaños de algodón. Algodón para curar heridas de las veces que la risa fue corte y machetadas.
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